Trump y la doble máscara: guerra en Oriente, cálculo en México
Donald Trump, el candidato eterno del ultraconservadurismo estadounidense, vuelve a vestir sus dos disfraces preferidos: el del estratega internacional que se da el lujo de manejar los hilos de Medio Oriente desde su escritorio, y el del supuesto negociador que extiende la mano a México… con la otra escondiendo el garrote. Su actuación en el escenario global, frente al conflicto entre Irán e Israel, y en el escenario binacional con nuestra nación, confirma una vez más que detrás de sus movimientos no hay visión de estadista, sino una ambición desbordada por acumular poder sin escrúpulo alguno.

En la escena internacional, Trump se presenta ahora como un pacificador que “le baja” al tono bélico, anunciando que se da dos semanas para decidir si ataca directamente a Irán o negocia una salida. Pero esta postura no es reflejo de prudencia, sino de cálculo electoral. Sabe que una intervención militar directa podría desencadenar consecuencias geopolíticas que incluso el aparato imperial estadounidense no está en condiciones de controlar sin una guerra abierta. El problema es que, entre tanto, sus aliados más radicales, como Benjamin Netanyahu y sus halcones, no están dispuestos a esperar. Ellos quieren acción, sangre, y resultados. Y ven con recelo la tardanza de Trump, especulando —con razón— que lo que pretende el expresidente no es la paz, sino capitalizar políticamente el conflicto si el momento resulta favorable para sus intereses.
Este juego con fuego no es nuevo en la estrategia trumpista. Recordemos su actitud con Corea del Norte, su trato errático con Rusia y su permanente hostilidad contra China. Es un patrón de amenaza, chantaje y diplomacia a conveniencia, donde la estabilidad internacional queda supeditada a los vaivenes de su campaña presidencial. El mundo no necesita más apuestas peligrosas de líderes sin brújula ética. Necesita diálogo, pero no el tipo de diálogo que Trump impone: ese que sólo busca imponer condiciones a través del miedo.
En el frente binacional, Trump parece haber tenido una epifanía: necesita a México como aliado. No por aprecio ni respeto a nuestra soberanía, sino porque entiende que no puede enfrentar varios frentes geopolíticos a la vez —el de Irán, el asiático, el europeo— si al sur tiene una frontera en tensión. Por eso, propone a la presidenta Claudia Sheinbaum un acuerdo general sobre comercio, migración y seguridad. Lo hace no como gesto de buena voluntad, sino como maniobra de contención. Porque sabe que México, bajo el liderazgo firme y digno del movimiento de la Cuarta Transformación, ha dejado de ser el patio trasero sumiso que él y sus predecesores imaginaban. Hoy, México es un actor soberano y decisivo.
La presidenta Sheinbaum ha respondido con inteligencia política, aceptando en una primera lectura la posibilidad del acuerdo, sin concesiones ni prisas. Con una frase certera —“prontito”— ha dejado claro que los términos serán dictados por el interés nacional mexicano, y no por las urgencias electorales de Washington. Esta nueva etapa de diplomacia asertiva es fruto directo del legado de Andrés Manuel López Obrador, quien cambió para siempre la relación de México con Estados Unidos al dejar claro que la dignidad no es negociable.
Pero incluso mientras intenta proyectar esta imagen de cooperador necesario, Trump no puede evitar traicionarse. La brutal arremetida contra los migrantes —en su mayoría mexicanos o de origen mexicano— continúa sin tregua. Ayer mismo, en un hecho vergonzoso, agentes del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas de Estados Unidos intentaron instalarse en el estadio de los Dodgers, en California, para realizar controles y detenciones. Una provocación que fue rechazada con firmeza por la comunidad local, pero que confirma que la embestida trumpista contra la parte de México que vive en EE.UU. sigue activa. Ni siquiera en el deporte se detiene su xenofobia.
Este doble discurso —cooperación arriba, persecución abajo— es típico del conservadurismo estadounidense, y Trump lo lleva al extremo. Ya veremos si, al menos por cálculo político, logra contener su instinto represor. Porque está claro que la estabilidad de su frontera sur depende también del respeto a los millones de mexicanos que contribuyen a la vida económica, social y cultural de Estados Unidos.
En este contexto globalizado, la voz de figuras como Emilian Ortega y Feili, académico mexicano-iraní radicado en Alemania, cobra especial relevancia. En entrevista reciente, Ortega propone una visión poderosa: para unificar y transformar Irán, atrapado entre los ayatolas y los herederos del sha, sería necesario un movimiento popular como el encabezado por AMLO. Un movimiento que sintetice las fuerzas sociales y pueda negociar desde la soberanía, no desde la sumisión. Esta reflexión confirma que el ejemplo de la Cuarta Transformación resuena más allá de nuestras fronteras. Es inspiración para pueblos que buscan liberarse del autoritarismo y la tutela extranjera.
En el ámbito interno, también se plantean retos importantes. El abogado Manuel Fuentes, defensor histórico de los derechos laborales, ha publicado el libro ¿Reforma laboral con zapatos rotos?, en el que critica duramente la forma en que se ha implementado la reforma en los últimos seis años. Denuncia estructuras sindicales obsoletas, falta de presupuesto y tribunales laborales colapsados, con más de 400 mil expedientes sin resolver. Aunque reconoce avances como la eliminación de los contratos de protección, advierte que el voto secreto en la vida sindical no se ha extendido lo suficiente.
Estas observaciones deben ser tomadas con seriedad, no como un ataque al proyecto transformador, sino como una exigencia legítima de profundizar los cambios. La Cuarta Transformación no se ha proclamado perfecta, sino en construcción permanente. El trabajo por la justicia laboral —una de sus banderas más importantes— debe continuar con más fuerza y compromiso. Es momento de reforzar las instituciones laborales, no de retroceder ante las presiones del viejo sindicalismo corporativo que aún persiste en algunos rincones.
Por último, no deja de ser irónico que en Veracruz, tierra de Rocío Nahle —la arquitecta de la refinería de Dos Bocas—, se hayan encontrado instalaciones clandestinas de refinamiento de combustible. Esto no es un reflejo del fracaso de la estrategia energética de la 4T, como la oposición insinúa, sino precisamente una muestra del tipo de corrupción y prácticas ilegales que se han enfrentado con decisión. Mientras antes se callaba y se protegía a los saqueadores del Estado, hoy se les combate y se les exhibe. Esa es la diferencia entre un gobierno de transformación y uno de simulación.
Mientras tanto, la oposición sigue perdida en sus propios laberintos. Las 179 impugnaciones contra la elección judicial en el tribunal electoral federal son prueba de su desesperación. Incapaces de reconocer sus derrotas políticas, intentan deslegitimar las decisiones de una mayoría legítima. Tres magistrados alineados con el proyecto de transformación no son una anomalía; son reflejo de una voluntad popular que ha decidido cambiar de rumbo. Que los otros dos jueces —los representantes del viejo régimen— no estén de acuerdo, no invalida la decisión. La democracia no es unanimidad, es mayoría con legalidad.
En conclusión, Trump sigue siendo el mismo: un oportunista sin principios, que se disfraza de diplomático cuando le conviene y desata tempestades cuando le parece útil. Frente a eso, México debe continuar con paso firme, defendiendo su soberanía, sus migrantes y su modelo transformador. La presidenta Sheinbaum ha dado señales claras de que no habrá regresiones. Y el ejemplo de AMLO —como bien señala Ortega y Feili— sigue siendo faro para muchos. El camino no será fácil, pero es el correcto. Y mientras más ataques vengan desde fuera o desde dentro, más razón habrá para continuar.