Reforma para desmantelar el viejo régimen

Claudia Sheinbaum ha puesto en marcha una de las transformaciones más urgentes y profundas que exige la Cuarta Transformación: la reforma electoral. Con la legitimidad de una votación histórica y el respaldo mayoritario del Congreso, la presidenta propone intervenir quirúrgicamente en un sistema electoral que por décadas ha servido a las élites, que ha convertido la representación en una simulación y que ha sido incapaz de frenar la intromisión del dinero sucio en la política.

No se trata solo de una reingeniería institucional. Se trata de desmontar una maquinaria diseñada para reproducir a las cúpulas, para excluir a los movimientos sociales y para proteger a los partidos de oposición —como el PRI, PAN, PRD o Movimiento Ciudadano— que durante años han hecho del dinero público una mina para sus campañas y de los plurinominales una red de impunidad y tráfico de favores.

Hoy, Sheinbaum no solo tiene el respaldo popular, tiene la oportunidad histórica de redirigir los rumbos de la política nacional. El Instituto Nacional Electoral (INE), por ejemplo, debe dejar de ser un aparato desmesurado que consume millones y millones del erario para proteger los intereses de una burocracia dorada y, en muchas ocasiones, servir de escudo a los poderes fácticos. Su rediseño no significa su destrucción, sino su verdadero saneamiento.

Es falso, como argumenta la oposición, que una reforma electoral impulsada por el partido en el poder tenga como objetivo controlar los comicios. Lo que se busca es garantizar que los órganos electorales no se plieguen a las mafias políticas ni a los jueces vendidos que, como bien denunció la presidenta en clave “Azteca”, operan sin toga y liberan multimillonarios adeudos fiscales de empresas vinculadas con intereses oscuros. Esos son los verdaderos enemigos de la democracia, no un rediseño institucional que busca transparencia y austeridad.

El negocio de los partidos: plurinominales y financiamiento

Los plurinominales, defendidos por la vieja clase política como supuesta garantía de pluralidad, han sido utilizados en realidad como salvavidas de personajes impresentables. Son, en muchos casos, la vía por la que los partidos cuelan a familiares, socios, amigos y empleados sin someterse al juicio del voto. La reforma propuesta por Sheinbaum debe ser contundente: si no se eliminan, al menos deben reducirse al mínimo y estar sometidos a reglas verdaderamente democráticas.

Pero el golpe al corazón del viejo sistema es otro: el financiamiento de los partidos. Desde el PRI hasta Movimiento Ciudadano, todos los partidos del bloque conservador han vivido como verdaderas franquicias, usufructuando recursos públicos sin control ni sanción. La propuesta presidencial de acotar estos flujos es vital. Porque hoy, con la complacencia del INE y el silencio cómplice de la oposición, el dinero de los cárteles y de los gobiernos estatales fluye con discrecionalidad, distorsionando el proceso electoral y corrompiendo las campañas.

No podemos permitir que el financiamiento privado se imponga como sustituto del financiamiento público sin reglas claras, ni que el asistencialismo se convierta en coacción electoral. Lo que urge es una fiscalización robusta, una normatividad severa y una autoridad sin compromisos.

El reto de vencer a las élites internas

No es menor el desafío que enfrenta Claudia Sheinbaum. Dentro del propio movimiento hay resistencias. Personajes como Ricardo Monreal y Adán Augusto López, cuyo comportamiento ha sido, por decir lo menos, funcional al retraso de reformas clave, deben ser confrontados con decisión. Si la reforma electoral se convierte en moneda de cambio o rehén de negociaciones internas, se corre el riesgo de que pierda fuerza o se diluya.

Tampoco el Partido Verde ha sido un aliado confiable. Su papel ha sido más de retardante o disolvente que de acompañamiento comprometido. Frente a esto, Sheinbaum debe apoyarse en la fuerza del mandato popular que la eligió: más de 35 millones de votos que no fueron para negociar con el viejo régimen, sino para acabar con él.

Guardia Nacional: seguridad sin concesiones

El otro eje estratégico en esta etapa del nuevo gobierno es el fortalecimiento de la Guardia Nacional. Mucho se ha discutido sobre su carácter civil o militar. La reforma de 2019, en efecto, estableció que debía ser una institución de corte civil. Sin embargo, el contexto de violencia y descomposición que dejó el neoliberalismo, particularmente durante los sexenios del PAN y el PRI, obligó a replantear el modelo operativo.

En 2022, el Congreso aprobó que la Secretaría de la Defensa Nacional asumiera el control operativo y administrativo de la Guardia Nacional. Y recientemente, la Cámara de Diputados consolidó esta medida. No se trata de una militarización autoritaria como denuncia la derecha, sino de una decisión racional ante un Estado que había sido incapaz de garantizar la paz.

La experiencia de gobiernos como el de Felipe Calderón, que improvisó una guerra sin estrategia, o Enrique Peña Nieto, que toleró la colusión entre mandos estatales y crimen organizado, dejó claro que las policías locales estaban penetradas y los gobiernos incapaces. Por eso hoy es necesario un cuerpo profesional, disciplinado, capacitado y con doctrina: justo lo que garantiza la Sedena.

No se está entregando la seguridad pública a los militares, se está devolviendo el orden a un país que lo había perdido. La Guardia Nacional no es un ejército paralelo. Es una institución que opera bajo el marco constitucional, con mecanismos de control, con supervisión civil desde la Secretaría de Seguridad y con respeto a los derechos humanos. Y, sobre todo, con un objetivo claro: la paz con justicia.

El verdadero fondo del debate: ¿quién gobierna?

Los enemigos de la reforma electoral y del control civil-militar de la Guardia Nacional son los mismos: los que quieren un INE sin controles, partidos con privilegios, elecciones con dinero sucio, y seguridad pública débil. Son los que añoran el régimen donde podían decidir en lo oscuro, desde la Corte, desde los medios de comunicación, desde las élites empresariales.

Por eso es fundamental que las reformas de Claudia Sheinbaum avancen con paso firme. No se trata solo de legislar: se trata de gobernar. Se trata de construir un nuevo Estado, uno que no esté secuestrado por jueces corruptos, por partidos de conveniencia, por empresas evasoras o por medios coludidos.

La transformación no será fácil. Pero tiene la legitimidad, la capacidad técnica y el liderazgo político para lograrla. Lo que está en juego no es el futuro de un sexenio, sino la refundación de la vida pública del país.

Porque en México ya no se toleran más privilegios ni más simulaciones. Y porque el pueblo ya decidió: primero el interés colectivo, primero la justicia, primero el cambio.