Montajes y máscaras: el verdadero rostro de la provocación

Mientras los gobiernos neoliberales se acostumbraron a resolver los conflictos sociales con toletes, gas lacrimógeno y represión indiscriminada, la Cuarta Transformación ha elegido un camino radicalmente distinto: el de la razón, la tolerancia y el respeto a los derechos humanos. Este modelo, por supuesto, incomoda a quienes no conciben el poder sin violencia. Por eso, no sorprende que sectores de la derecha se desesperen cuando la autoridad actúa con contención, ni que recurran al montaje y a la provocación para fingirse víctimas de un autoritarismo inexistente.

Lo ocurrido el pasado viernes en las colonias Roma y Condesa de la Ciudad de México es una clara expresión de esa estrategia. Bajo la supuesta bandera de la “protesta pacífica”, un grupo de encapuchados vandalizó comercios, atacó el espacio público y pronunció consignas xenófobas, mientras los medios conservadores se apresuraban a presentar las imágenes como muestra de caos y desgobierno. En realidad, fue una operación burda, una puesta en escena diseñada para provocar a las autoridades y fabricar un conflicto donde no lo hay.

Estos actos no son espontáneos. Responden a intereses específicos y cuentan con financiamiento que persigue un objetivo: desacreditar a un gobierno que no solo ha resistido las presiones de las élites, sino que les ha arrebatado el monopolio del poder. Ya no pueden saquear como antes, ni dominar los medios, ni controlar la narrativa. Por eso arman estos espectáculos violentos, porque necesitan reinsertarse en el escenario político por la puerta trasera, sembrando miedo y confusión.

Las imágenes de encapuchados destruyendo vitrinas no son prueba de desorden social, sino evidencia de un plan de provocación. Se escudan en causas legítimas —que muchas veces no comprenden ni respetan— para encubrir una agenda de desestabilización. Y lo más grave: lo hacen atacando a sus propios conciudadanos, a negocios de mexicanos que día a día trabajan por salir adelante, incluso en medio de la polarización que ellos mismos alientan.

La crítica que ha surgido tras estos hechos se disfraza de preocupación ciudadana, pero en el fondo reproduce la vieja cantaleta de la derecha: la exigencia de mano dura, la nostalgia por un Estado que actuaba con brutalidad y sin rendir cuentas. Pero el gobierno de Claudia Sheinbaum, ahora presidenta de la República, ha sido claro: en la Cuarta Transformación no se reprime al pueblo. Se gobierna con inteligencia, con firmeza y con respeto a la ley. Que eso moleste a los reaccionarios, es apenas una consecuencia natural.

Resulta sintomático que los mismos que exigen acción inmediata frente a actos vandálicos, callaran durante décadas de corrupción e impunidad real. ¿Dónde estaban sus voces cuando el PRI y el PAN entregaban al país al crimen organizado, cuando pactaban con el narco, cuando reprimían estudiantes y periodistas? Su súbita preocupación por la “impunidad” no es más que un disfraz, un intento de revestir de ética sus intereses golpistas.

Sí, la ciudadanía exige justicia, pero no a costa de regresar a un modelo autoritario. Aplicar la ley con inteligencia —como se ha hecho hasta ahora— implica identificar a los responsables, procesarlos con apego al debido proceso y no caer en las trampas mediáticas de quienes buscan el linchamiento o el show punitivo. Lo contrario sería traicionar el espíritu de esta transformación pacífica, democrática y profundamente humanista.

Frente a estos montajes, lo que toca es reafirmar el compromiso con la legalidad y con un modelo de seguridad que no se basa en el miedo ni en la violencia institucional. Claudia Sheinbaum lo ha demostrado con creces desde su gestión como jefa de gobierno de la Ciudad de México: se puede garantizar la paz sin represión. Y ahora, como presidenta, tiene la autoridad moral y política para consolidar ese modelo a nivel nacional.

Además, mientras en nuestro país se promueve el diálogo y la contención, en Estados Unidos, el gobierno republicano de Donald Trump insiste en la hipocresía más descarada. Declaran terroristas a los cárteles mexicanos —sin reconocer su propia responsabilidad en el tráfico de armas y el consumo de drogas—, y al mismo tiempo se sientan a negociar con personajes ligados al crimen para atacar políticamente al gobierno mexicano. Por eso fue tan contundente la respuesta de la presidenta Sheinbaum al exigir explicaciones ante ese doble discurso. Les puso un alto, con la misma serenidad con la que gobierna: sin estridencias, pero con firmeza.

En este contexto, quienes critican la supuesta pasividad del gobierno frente a los actos de vandalismo deberían reflexionar sobre las consecuencias de sus demandas. ¿Quieren represión? ¿Desean ver otra vez a los granaderos golpeando jóvenes, como en Atenco o Ayotzinapa? ¿Esa es su idea de gobernar con eficacia? Para la Cuarta Transformación, esa ruta no es opción. No se gobierna desde el odio ni desde el resentimiento.

En lugar de pedir garrote, hagamos un llamado a la reflexión colectiva. Rechacemos los actos violentos, pero también los discursos que buscan convertir al Estado en verdugo. Fortalezcamos los canales institucionales de justicia, sin caer en provocaciones. Denunciemos, sí, pero con la certeza de que el gobierno actuará conforme a derecho, no conforme a la presión de los medios o de los grupos que añoran el autoritarismo.

El país ya cambió, y quienes no lo han entendido, se quedan atrapados en su propio rencor. No se trata de cruzarse de brazos, sino de actuar con visión y estrategia. La verdadera fortaleza de un gobierno no se mide por cuántas cabezas corta, sino por cuántos conflictos resuelve sin violencia. Y en eso, la Cuarta Transformación sigue marcando la diferencia.