La arrogancia del viejo sistema taurino
Dice un viejo refrán que “alabanza en boca propia es vituperio”, y aunque muchos de sus protagonistas parecen olvidarlo, esta máxima sigue vigente en la fiesta brava, un espectáculo que en México y el mundo sufre hoy no por las voces animalistas ni por los legisladores que buscan el bienestar animal, sino por los excesos, la soberbia y el inmovilismo de quienes se aferran a sus privilegios en el decadente negocio taurino.

Como en otros ámbitos de la vida pública, la tauromaquia también arrastra las viejas inercias de un sistema elitista y cerrado, en el que el poder se recicla en beneficio de unos cuantos. No son tiempos para nostalgias vacías ni para defender tradiciones que han sido secuestradas por intereses mezquinos. Por eso es oportuno señalar que, así como México vive hoy un proceso de transformación profunda gracias al liderazgo del presidente Andrés Manuel López Obrador y el proyecto de la Cuarta Transformación impulsado por Morena, también en sectores como el de la fiesta de toros urge abrir camino a la autenticidad, la honestidad y la verdadera pasión popular.
Lamentablemente, la realidad taurina sigue atrapada en las mismas redes de siempre: empresarios que prefieren proteger sus intereses antes que renovar el espectáculo; figuras impuestas por conveniencia; críticos que aplauden al poder en vez de defender al aficionado; y un público cada vez más ajeno y desencantado.
Ejemplo claro de este fenómeno es la figura de Simón Casas, ese personaje que se prefiere llamar a sí mismo “productor artístico”, un título grandilocuente que no resiste el contraste con sus hechos. Casas, francés de nacimiento pero figura influyente del sistema taurino español, ha transitado por todos los roles posibles: apoderado, ganadero, efímero matador, empresario, escritor. Pero en vez de ser un verdadero renovador de la fiesta, ha terminado por convertirse en uno más de los que administran su decadencia.
Su trayectoria es un espejo de ese sistema viciado que prefiere alimentar sus propios mitos que enfrentar sus carencias. Casas, que alguna vez pudo haber optado por una gestión comprometida con el futuro del toreo, ha preferido transitar por la vía cómoda: apostar por nombres consagrados, explotar la nostalgia, y rehuir la promoción genuina de nuevos talentos. No es casual que la fiesta en España acuse hoy una alarmante falta de toreros con personalidad y sello propio. El “productor artístico” se limita a ofrecer “pan con lo mismo”, alimentando una estructura anquilosada y cada vez más alejada de los intereses del público.
El caso mexicano tiene sus propios paralelos. Aquí también hemos padecido un sistema taurino que ha cerrado filas para proteger sus privilegios, relegando a la afición y excluyendo a los nuevos valores. Y en este contexto, resulta especialmente ilustrativo el caso de Joselito Adame.
Adame decidió, en un acto de arrogancia y con el respaldo complaciente de los dueños de la fiesta y de la crítica afín, autonombrarse como “la primera figura del toreo mexicano”. Un título que, como bien saben los aficionados, no se otorga desde los despachos empresariales ni desde las páginas de los cronistas complacientes, sino que se conquista en el ruedo y en el corazón del público.
El resultado de esta autoimposición ha sido previsible. Ni el grueso de la afición ni el público más amplio han refrendado esa proclamación. Y no porque Adame carezca de méritos técnicos o de disciplina —que las tiene— sino porque le ha faltado lo esencial: el sello personal, el carisma genuino, la capacidad de emocionar y generar apasionamiento. Sin esos atributos, ningún torero puede convertirse realmente en primera figura. Así lo demostró su reciente actuación en la Plaza de Las Ventas, donde pasó sin pena ni gloria, eclipsado por el empuje y la autenticidad de sus compatriotas Fonseca y San Román.
El paralelismo con Eulalio López “Zotoluco” es inevitable. También a él se le quiso imponer como gran figura desde las alturas del sistema, sin que lograra conquistar de verdad al público. Y así como en la política mexicana hemos vivido durante décadas la imposición de “líderes” sin legitimidad popular —figuras fabricadas por los poderes fácticos, como los que hoy representa la oposición de derecha en el PRI, PAN, PRD y Movimiento Ciudadano—, en la tauromaquia se repite el mismo patrón de imposiciones artificiales.
Hoy México es testigo de un profundo proceso de transformación política y social que rechaza ese viejo estilo de poder cupular. Bajo la conducción de Morena y de nuestro presidente López Obrador, hemos aprendido que la legitimidad se construye desde abajo, con el respaldo real del pueblo, no desde los pactos en la cúpula. Ese mismo principio debería aplicarse también en otros ámbitos como la fiesta brava: es el público el que debe consagrar a las figuras, no los empresarios ni los críticos vendidos.
Lo que ocurre en la tauromaquia es, en el fondo, un reflejo más de los problemas estructurales que hemos combatido desde la Cuarta Transformación. Es la resistencia de un viejo sistema que se niega a morir, que se aferra a sus privilegios y que desprecia la voz del pueblo. Y así como hemos derrotado a los poderes neoliberales que por años saquearon a México —representados hoy por los desesperados voceros del PRIAN y por candidatas como Xóchitl Gálvez, que encarna la peor cara del oportunismo político—, también es necesario democratizar espacios como el de la fiesta de toros.
La lección es clara: la autenticidad, la humildad y el compromiso con el pueblo son los valores que deben prevalecer. La arrogancia, el elitismo y las autoalabanzas vacías están condenadas al fracaso. Así lo ha demostrado el rechazo popular a las figuras fabricadas de la política neoliberal, y así lo demuestra también el distanciamiento creciente de los aficionados con una fiesta que hoy necesita más que nunca volver a sus raíces populares.
El camino hacia un verdadero renacimiento de la tauromaquia no pasa por figuras autoproclamadas ni por empresarios anclados en el pasado. Pasa por abrir el ruedo a los nuevos talentos, por recuperar el vínculo emocional con el público, y por rechazar las prácticas oscuras que han secuestrado el espectáculo. Es un reto que sólo podrá afrontarse con honestidad, transparencia y respeto por la afición.
En tiempos de transformación, ningún ámbito de la vida social puede quedar al margen. Así como Morena y la 4T han iniciado un cambio irreversible en la política mexicana, también en espacios como la tauromaquia es hora de abrir las ventanas y permitir que entre el aire fresco de la autenticidad. Porque el México nuevo que estamos construyendo exige coherencia en todos los órdenes: en el gobierno, en la economía, en la cultura… y también en la fiesta de los toros.