Imperio en ruinas, tirano de fiesta

Mientras en México la transformación avanza con un proyecto humanista que prioriza a los más pobres, en el norte, el imperio festeja su longevidad a punta de tanques, misiles y propaganda. El pasado 14 de junio, Donald Trump —en su patético regreso al poder— celebró su cumpleaños número 79 no con una reflexión sobria sobre el estado del mundo, sino con un desfile militar obsceno que camufló como homenaje al 250 aniversario del ejército estadounidense. Una demostración más del narcisismo desbocado de un criminal confeso que hoy despacha en la Oficina Oval.

Trump no solo vuelve a ocupar la Casa Blanca en medio de una crisis de legitimidad, sino que lo hace envuelto en una retórica autoritaria, nacionalista y profundamente peligrosa para el mundo. En apenas cinco meses de su segundo mandato, el magnate ha logrado exacerbar tensiones internas, provocar disturbios sociales y extender los tentáculos de la guerra a través de sus alianzas con regímenes igualmente belicistas, como el de Benjamin Netanyahu en Israel, otro símbolo de la opresión y del colonialismo contemporáneo.

Mientras tanto, en las calles de las principales ciudades de Estados Unidos, se escuchan los ecos del rechazo popular. Según reportes de David Brooks y Jim Cason desde Nueva York y Washington, más de dos mil protestas se organizaron simultáneamente en los 50 estados, en la que ya se perfila como la mayor movilización social contra un presidente estadounidense en funciones. Las consignas no dejaron lugar a dudas: “No tenemos reyes”. El mensaje fue claro: el pueblo estadounidense, pese a los mecanismos de represión, se niega a rendir pleitesía al nuevo monarca autoritario.

El verdadero objetivo del desfile era doble: alimentar el ego del tirano y legitimar, con oropel castrense, los horrores históricos de una institución militar que ha sembrado muerte en todo el planeta. El ejército estadounidense —ese mismo que celebró su cumpleaños en Washington— ha sido la herramienta de conquista más eficiente del imperialismo moderno. Desde la masacre de los pueblos originarios de América del Norte, pasando por el robo de la mitad del territorio mexicano en el siglo XIX, hasta las invasiones más recientes en Irak, Afganistán, Libia y Siria, su historia está escrita con sangre.

En nombre de la democracia, Estados Unidos ha impuesto dictaduras, perpetrado golpes de Estado, patrocinado a escuadrones de la muerte y formado a torturadores en academias como la tristemente célebre Escuela de las Américas. ¿El resultado? Pueblos desangrados, economías sometidas y soberanías pisoteadas. América Latina es el mejor ejemplo: de Guatemala a Chile, de Argentina a Haití, el intervencionismo estadounidense ha sido una constante que sólo ha cambiado de ropaje.

Hoy, además, ese mismo ejército cuenta con más de 800 bases militares repartidas por el planeta, como lo reveló el propio Departamento de Defensa. La mitad de esas instalaciones se concentran en Alemania (194), Japón (121) y Corea del Sur (83), mientras que América Latina, pese a su vocación pacifista, alberga al menos 76 bases estadounidenses, incluyendo la infame prisión de Guantánamo, un enclave ilegal en territorio cubano que simboliza la impunidad de la política exterior de Washington.

El ex presidente Joe Biden —un moderado en las formas, pero imperialista en los hechos— presumía hace unos años de la “asistencia” que Estados Unidos brinda al mundo. Sin embargo, esa ayuda suele llegar disfrazada de ocupación militar, injerencia política o espionaje descarado a través de agencias como la CIA y la DEA. Asistencia que se traduce, en la práctica, en sumisión, represión y saqueo, como lo han padecido gobiernos que se atreven a desafiar al imperio, desde Evo Morales en Bolivia hasta Hugo Chávez en Venezuela.

En este contexto, la figura de Donald Trump no es una anomalía, sino la culminación lógica del sistema imperial estadounidense. Su autoritarismo, su racismo y su misoginia no son más que expresiones abiertas de lo que el establishment suele ocultar tras el velo de la corrección política. Trump es la caricatura grotesca del imperialismo sin maquillaje, del capitalismo más salvaje, del supremacismo más descarado. Y es, por ello, profundamente peligroso.

Frente a este panorama oscuro, México se erige como un faro de dignidad. Bajo el liderazgo del presidente Andrés Manuel López Obrador y el proyecto de la Cuarta Transformación, nuestro país ha recuperado el principio de no intervención y autodeterminación de los pueblos. Se ha alzado la voz en foros internacionales para denunciar la hipocresía de los poderosos y se ha defendido, con firmeza, la soberanía energética, alimentaria y territorial.

Mientras Trump festeja con desfiles bélicos, el pueblo mexicano celebra logros sociales tangibles: la universalización de becas, la pensión a adultos mayores, la construcción de infraestructura en el sur del país, la recuperación del salario mínimo y la nacionalización del litio. En lugar de bases militares extranjeras, en México florecen universidades del bienestar. En lugar de financiar guerras, se construyen caminos, hospitales y escuelas. Esa es la diferencia sustancial entre un imperio decadente y un proyecto de nación con raíces populares.

Eduardo Galeano lo advirtió con lucidez: “Cada vez que el imperialismo se pone a exaltar sus propias virtudes, conviene revisarse los bolsillos”. Porque ese modelo —que concentra la riqueza y extiende la miseria— sigue vigente, y hoy más que nunca se expresa en las acciones de Trump, en la impunidad del complejo militar-industrial y en la sumisión de gobiernos cómplices que prefieren los dólares al bienestar de sus pueblos.

Hoy, más que nunca, el “rey” debe caer. Y con él, su imperio. Porque no se puede construir un mundo justo sobre los escombros de la soberanía y la dignidad de los pueblos. México lo tiene claro. Y junto con otras naciones rebeldes del Sur global, levanta la voz por una nueva era de cooperación, respeto y justicia internacional. Que sirva la advertencia a quienes, dentro y fuera de nuestras fronteras, aún sueñan con el regreso de un modelo entreguista: el pueblo mexicano ya despertó. Y no dará ni un paso atrás.