Entre remesas y repatriaciones: la resistencia mexicana frente al chantaje de Trump

Una vez más, el escenario internacional nos obliga a mirar hacia el norte con firmeza y sin ingenuidad. Las recientes declaraciones del secretario de Economía, Marcelo Ebrard, evidencian un intento por encarar con diplomacia la amenaza latente de Donald Trump: imponer un impuesto a las remesas que millones de paisanos envían a México. Ebrard, con sobriedad institucional, advierte que dicho gravamen no solo sería pagado por los migrantes, sino que en los hechos terminaría repercutiendo en los bolsillos de los consumidores estadounidenses. Y aunque confía en que los “buenos argumentos” lograrán disuadir a Washington de semejante atropello, no podemos ignorar que estamos frente a una medida que rebasa lo fiscal y se instala en el terreno de la presión política.

Porque, no nos engañemos, lo que está detrás de esta ofensiva no es otra cosa que un intento de doblegar a México, de someter al gobierno de Andrés Manuel López Obrador mediante métodos dignos del chantaje imperial. Trump, una figura que encarna lo peor del conservadurismo norteamericano —racismo, autoritarismo, ignorancia supina—, no actúa con lógica económica, sino con una estrategia que mezcla populismo barato con xenofobia peligrosa. No es la primera vez que amenaza con castigar al pueblo mexicano para ganar votos entre los sectores más reaccionarios de su país. Y tampoco será la última.

Por eso, no basta con ir a Washington a “convencer” a los legisladores. El verdadero debate está en otro lado: en la soberanía, en la dignidad nacional y en la necesidad de fortalecer aún más nuestro tejido económico y social para que el país no dependa de caprichos externos. Porque si bien las remesas constituyen una fuente vital de ingreso para millones de familias, también es urgente que ese mismo espíritu trabajador que nuestros paisanos demuestran en el extranjero pueda encontrar oportunidades de desarrollo aquí, en su tierra.

El análisis del Banco Mundial sobre migración en América Latina y el Caribe revela un panorama complejo y cambiante. A pesar de las políticas cada vez más restrictivas de Estados Unidos, los flujos migratorios no cesan. Simplemente se redireccionan. Ahora, sólo el 20% de los nuevos migrantes va a EE.UU., mientras que el 61% opta por otros países de la región. Aun así, Estados Unidos sigue siendo el destino mayoritario para los migrantes latinoamericanos y caribeños, aunque en menor proporción que hace una década.

En este contexto, México ha pasado de ser un país emisor a tener flujos migratorios netos negativos, lo cual evidencia una transformación estructural en nuestra sociedad y economía. Al mismo tiempo, la migración venezolana representa ahora el 57% del total regional, y las deportaciones desde EE.UU. no han disminuido, sino que se intensifican. En particular, Colombia y Ecuador han experimentado incrementos drásticos en el número de retornados: 369.5% y 366.1% respectivamente desde 2019.

Aquí es donde se revela la verdadera hipocresía de la política exterior estadounidense: mientras promueven un discurso de derechos humanos y democracia, deportan masivamente a personas —muchas veces menores de edad— que llegan huyendo de la violencia, la pobreza y el colapso institucional provocado, entre otras cosas, por décadas de intervencionismo extranjero. Y luego se atreven a insinuar que cobrar impuestos a las remesas es una medida razonable.

En este escenario, el gobierno de México no puede ni debe quedarse en la retórica diplomática. Es momento de ejercer una política exterior firme, soberana y con sentido social. No estamos solos: hay una región entera que enfrenta el mismo desafío. La integración latinoamericana no es una opción romántica, sino una necesidad urgente ante el colapso del modelo neoliberal y las nuevas formas de agresión económica.

Pero mientras se libran estas batallas en el plano internacional, en el frente interno tampoco podemos bajar la guardia. El reciente anuncio de que los siete ministros disidentes de la reforma judicial no participarán con su voto en la elección extraordinaria del próximo domingo es otra muestra de la decadencia de un poder judicial secuestrado por intereses corporativos. Norma Piña, Javier Laynez Potisek, Jorge Mario Pardo Rebolledo, Margarita Ríos Farjat, Juan Luis González Alcántara Carrancá, Alberto Pérez Dayán y Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena no son jueces: son operadores políticos de la oligarquía disfrazados de magistrados.

Se niegan a participar porque saben que han perdido toda legitimidad. Ya cobraron sus “haberes de retiro” —que no son otra cosa que pensiones doradas pagadas con dinero del pueblo— y ahora buscan sabotear desde la sombra cualquier intento de democratizar la justicia. Su negativa a ejercer su deber constitucional en un momento crucial para el país revela el verdadero rostro del “cártel de la toga”: una élite privilegiada que se resiste a perder sus privilegios y que actúa como un partido político más, alineado con el PRIAN, Movimiento Ciudadano y demás satélites del viejo régimen.

No es casualidad que estas élites judiciales y políticas coincidan en sus ataques al gobierno de la Cuarta Transformación. Ambos temen lo mismo: un pueblo consciente y organizado que ya no se deja engañar. Por eso mienten, manipulan y recurren al caos como estrategia. Pero lo que no entienden es que México ya cambió. Que hoy hay un gobierno que, con errores y aciertos, pone en el centro al pueblo, y no a las cúpulas empresariales ni a los intereses extranjeros.

La amenaza de Trump, las remesas, las deportaciones, la migración, la reforma judicial… todo está conectado. Son piezas de un mismo tablero en el que se juega el futuro de nuestra soberanía. No podemos permitir que nos arrebaten lo que con tanto esfuerzo hemos construido. La defensa de nuestra dignidad nacional no se negocia ni se suplica: se ejerce con firmeza, con unidad y con justicia.

Porque, al final del día, el problema no es si los consumidores gringos pagarán o no el impuesto a las remesas. El verdadero problema es si México seguirá siendo rehén del imperialismo disfrazado de política fiscal. Y la respuesta debe ser clara: no lo seremos más.