El presidente de sí mismo
La política mexicana ha sido históricamente escenario de figuras grotescas, de personajes cuya ambición desmesurada sólo puede entenderse desde la óptica de una oligarquía desesperada por no perder sus privilegios. Uno de los más recientes espectáculos en esta galería de vanidades lo protagoniza Ricardo Salinas Pliego, quien en un arranque de egolatría desbordada se ha autoproclamado “presidente”, pretendiendo colocar su figura empresarial al nivel de la jefa del Estado mexicano, la doctora Claudia Sheinbaum Pardo, legítimamente electa por casi 36 millones de ciudadanos.

La escena es tan irrisoria como sintomática. Salinas Pliego es, en efecto, presidente del Grupo Salinas, un conglomerado empresarial donde su voto es ley y sus decisiones no requieren consenso ciudadano, sino la simple voluntad del propietario. Preside consejos de administración, no una nación; administra intereses privados, no representa la voluntad popular. Su autoproclamación, cargada de un narcisismo grotesco, parece ignorar que el cargo de Presidente de la República no se compra, no se hereda, no se decreta: se conquista en las urnas, con el respaldo del pueblo, no con el aplauso cortesano de socios y ejecutivos.
Este intento de emparejarse simbólicamente con la presidenta Sheinbaum, surgido tras una referencia en la Mañanera, no sólo exhibe el ego monumental del empresario, sino que revela el trasfondo político de su estrategia. Salinas Pliego no es un inocente actor económico afectado por políticas fiscales, como pretende. Es un beneficiario histórico del viejo régimen priista-panista, del salinato que lo encumbró con un “préstamo” a la palabra de casi 29 millones de dólares otorgado por Raúl Salinas de Gortari, pieza clave en el reparto de Imevisión, que luego mutó en Televisión Azteca.
No es un perseguido, es un privilegiado cuya fortuna floreció al amparo del poder corrupto. Su pretendido papel de víctima busca esconder una realidad que cada vez es más inocultable: la Cuarta Transformación ha emprendido una verdadera cruzada por la justicia fiscal, y ello incluye el cobro de adeudos que, en el caso de Salinas Pliego, ascienden a más de 74 mil millones de pesos. No son persecuciones, son cuentas pendientes con el fisco, con la nación, con la ley.
Y sin embargo, el magnate intenta erigirse como estandarte de una derecha desesperada, de una oposición que no encuentra liderazgo ni rumbo. Quiere capitalizar su conflicto con el SAT y con la 4T para proyectarse como figura política rumbo a 2030, intentando replicar los modelos de Donald Trump en Estados Unidos o Javier Milei en Argentina: empresarios multimillonarios que venden una imagen de ruptura con las élites políticas mientras protegen intereses económicos profundamente conservadores. No es casual su vínculo con Eduardo Verástegui, el neocristero que sueña con llevar el fundamentalismo religioso a Palacio Nacional.
El lenguaje altanero, clasista y misógino de Salinas Pliego no es nuevo. Sus ataques sistemáticos contra mujeres como Citlalli Hernández, Sabina Berman, Denise Dresser y más recientemente Vanessa Romero, reflejan una visión patriarcal y autoritaria del poder. Pretende ocultar su prepotencia tras un manto de “libertad de expresión”, cuando en realidad su discurso es violencia simbólica, machismo rampante y desdén por lo público.
Su historia es la de un hombre que se enriqueció bajo la sombra del poder corrupto del viejo régimen y que ahora, al verse exigido por un Estado que ya no le es dócil, pretende disfrazarse de revolucionario, de víctima, de redentor. Su aspiración presidencial es una tragicomedia que revela la desesperación de una oligarquía que no entiende el nuevo México que estamos construyendo.
Porque en contraste con ese “presidente de sí mismo”, tenemos una presidenta de verdad, electa por millones, comprometida con un proyecto de transformación profunda, con errores y aciertos, sí, pero sustentada en el poder popular, no en consejos de administración. Claudia Sheinbaum representa una continuidad del proyecto humanista, social y soberano que inició Andrés Manuel López Obrador, y frente a ese avance histórico, Salinas Pliego sólo puede oponer su berrinche de potentado, su pataleo de millonario dolido porque ahora se le exige lo que nunca se le había exigido: pagar impuestos, respetar al pueblo, acatar las leyes.
El magnate mediático busca erigirse como nuevo líder de una oposición desfondada, cuyas figuras emblemáticas —como Xóchitl Gálvez, Alito Moreno o Marko Cortés— ya no tienen peso ni credibilidad. Y lo intenta haciendo uso de sus concesiones televisivas, convertidas hoy en cajas de resonancia del odio contra la 4T. Pero su discurso carece de arraigo popular. La gente ya no se deja engañar por estos mercaderes del poder. Si algo ha demostrado el pueblo mexicano en las últimas elecciones es que ya no quiere regresar al pasado, que rechaza los privilegios de una minoría rapaz.
En paralelo, mientras Salinas Pliego dramatiza su cruzada personal contra la 4T, siguen saliendo a la luz escándalos del viejo régimen que él tanto añora. Enrique Peña Nieto, por ejemplo, vuelve al foco mediático por presuntos actos de corrupción, aunque el alud informativo constante pronto los entierre. Y la Suprema Corte, esa que tantas veces ha frenado el avance de la transformación, ordena ahora a la gobernadora Layda Sansores retirar audios que comprometen a figuras como Alito Moreno y Ricardo Monreal en pláticas privadas. El sistema viejo se resiste a morir, pero ya huele a cadáver.
Ricardo Salinas Pliego puede jugar a ser presidente de sus empresas, de sus redes, de sus ficciones. Puede seguir llamándose “Don”, “Tío Richie” o lo que su ego desee. Pero jamás podrá ser el presidente de un pueblo que ya despertó, que exige justicia y equidad, que está construyendo un país para todos, no para unos cuantos.