¿Dónde está el dinero?
Claudia Sheinbaum ha formulado una pregunta tan simple como demoledora: ¿Dónde está todo el dinero con el que se endeudó al país? No es una acusación ligera ni una ocurrencia de tribuna. Es el inicio de un necesario y profundo proceso de rendición de cuentas, de memoria histórica y de justicia fiscal. Lo que durante años fue vendido como crecimiento económico, inversión extranjera o “estabilidad macroeconómica”, hoy se muestra como una maraña de privilegios fiscales, deudas disfrazadas y favores multimillonarios entre la élite política y empresarial del viejo régimen.

La revisión de los datos públicos, los informes de deuda y las condonaciones fiscales nos llevan a una conclusión escalofriante: el endeudamiento del país durante los gobiernos del PRI y del PAN sirvió para enriquecer a unos cuantos, no para garantizar derechos sociales ni para generar infraestructura productiva. Más bien, sirvió para alimentar la avaricia de corporaciones, despachos fiscales y funcionarios que saquearon sin pudor mientras hablaban de “disciplina financiera”.
Un caso paradigmático es Pemex, convertido por décadas en la caja chica del neoliberalismo. Le inyectaban millones en deuda, pero esos recursos no se destinaban a modernización, exploración o soberanía energética. En muchos casos, Pemex actuaba como intermediario: recibía el dinero, luego lo entregaba como impuestos al gobierno federal, y este, a su vez, lo “redistribuía” entre dependencias plagadas de sueldos millonarios, contratos amañados y devoluciones fiscales inmorales.
Porque, más allá del saqueo abierto, hubo también una corrupción institucionalizada, legalizada, normalizada. ¿Qué otra cosa fue la reforma del Impuesto Sobre la Renta en 2005, impulsada por el PRI y el PAN, si no un asalto legislativo a las finanzas públicas? Se permitió que las grandes empresas difirieran el pago de impuestos hasta en 100%, lo cual en la práctica fue una licencia para no pagar nunca. ¿Qué ciudadano común podría aspirar a un privilegio semejante?
Esa “generosidad fiscal” era un regalo a los amigos del poder. Por eso no es casual que a los gobiernos panistas —en especial el de Vicente Fox— llegaran oleadas de devoluciones fiscales multimillonarias a personajes y empresas vinculadas a la élite política conservadora.
El caso de la familia Ramos Millán es uno de los ejemplos más grotescos de esta práctica. Un litigio fiscal que llevaba 16 años, fue resuelto en apenas dos meses por obra y gracia de Diego Fernández de Cevallos, quien para entonces presidía la Mesa Directiva del Senado. El resultado fue una devolución de 1,214 millones de pesos, de los cuales 600 millones, se dijo, terminaron en el bolsillo del llamado “cártel de los abogados azules”, es decir, despachos de litigantes panistas vinculados al poder.
A esa historia de desfalco hay que sumar el escandaloso caso de Jugos del Valle, donde se devolvieron mil 800 millones de pesos en un trámite exprés, también gracias a los oficios legales y políticos de Fernández de Cevallos. La Suprema Corte falló a favor de estas grandes empresas con una celeridad que jamás ha mostrado cuando se trata de los derechos del pueblo.
Y no fueron casos aislados. Durante el sexenio de Enrique Peña Nieto se condonaron impuestos a más de 100 empresas, muchas de ellas entre las más grandes del país. En una de las conferencias matutinas del presidente López Obrador se ventiló el nombre de las 10 principales beneficiarias de esta política inmoral: las dos grandes televisoras, bancos, fabricantes de autos y otros emporios financieros. Todas juntas lograron que el Estado les perdonara miles de millones de pesos en impuestos que pudieron haberse destinado a salud, educación, infraestructura y programas sociales.
¿Cómo lo lograban? Porque el gobierno, endeudado hasta el cuello, prefería seguir pidiendo préstamos —que todos los mexicanos pagaríamos— antes que tocar un solo peso de las grandes fortunas. Por eso la pregunta sigue en pie: ¿de dónde salían los recursos para devolver impuestos a esos millonarios? La respuesta es clara: de deuda pública, que ahora pesa como una losa sobre generaciones enteras.
El endeudamiento en México no fue una herramienta para el desarrollo nacional. Fue el mecanismo perfecto del neoliberalismo para empobrecer a las mayorías y enriquecer a unos pocos, protegidos por un sistema judicial cómplice y una clase política subordinada a los intereses empresariales.
El círculo era perverso: Pemex se endeudaba, luego ese dinero era entregado al gobierno en forma de impuestos, después se usaba para pagar sueldos excesivos a burócratas dorados o para devolver impuestos a las grandes empresas. El pueblo solo recibía las migajas, mientras veía cómo se deterioraban los servicios públicos, la educación, la salud, las pensiones.
Peor aún, los mismos personajes que operaban estos esquemas siguen teniendo voz y tribuna en los medios de comunicación. Políticos como Diego Fernández de Cevallos, Fernando Gómez Mont, Arturo Chávez y Antonio Lozano Gracia, lejos de ser investigados por su papel en estos desfalcos, siguen pontificando sobre legalidad y democracia desde sus cómodos retiros o bufetes jurídicos.
Y todavía hoy, partidos como el PAN, el PRI o Movimiento Ciudadano intentan presentarse como opciones de cambio. Pero sus acciones pasadas los condenan. Lo que hicieron con la deuda, con los impuestos y con los recursos de todos los mexicanos no fue mala administración, fue saqueo planificado.
La presidenta Claudia Sheinbaum tiene razón en insistir con esa pregunta. Porque no se trata de una duda retórica, sino de un compromiso de memoria histórica y de justicia social. El pueblo tiene derecho a saber quiénes se llevaron el dinero, quiénes lo permitieron y qué mecanismos se utilizaron para legalizar el robo.
Por eso, una investigación oficial, a fondo, es urgente. Que se revisen los casos de condonación, los litigios fiscales manipulados, las devoluciones multimillonarias y los nombres de los beneficiarios. Que se siga el rastro del dinero, que se exhumen los archivos, que se rompa el pacto de impunidad.
Porque ese dinero no se evaporó. Está en cuentas bancarias, en fideicomisos opacos, en desarrollos inmobiliarios de lujo, en despachos jurídicos, en campañas políticas, en medios de comunicación que hoy se desgarran las vestiduras cuando se toca a sus patrocinadores. Y mientras tanto, la deuda crecía, y crecía… y crecía.
Es hora de responder: ¿dónde está el dinero? El país no puede avanzar con justicia mientras esa pregunta siga sin respuesta. Y con justicia no se trata de venganza, sino de reparar lo robado, de recuperar lo nuestro. No se trata solo de juzgar el pasado, sino de garantizar que nunca más se repita un saqueo semejante.
De pasadita…
El desastre ocurrido en la calzada Ignacio Zaragoza, con saldo trágico de al menos 13 muertos, es también una llamada de atención. Aunque las autoridades hayan descartado la relación directa entre el socavón y el accidente, no se puede seguir minimizando la emergencia que representa el deterioro del suelo capitalino.
La proliferación de socavones en la Ciudad de México no es un fenómeno nuevo, pero sí lo es su frecuencia, su peligrosidad y el nivel de desidia con el que algunos gobiernos locales lo han tratado. La prevención no puede depender del azar ni del cálculo político. ¿Qué se espera para componer calles y avenidas? ¿Otro accidente que cueste vidas humanas?
La ciudad merece una política de infraestructura responsable, con diagnósticos científicos, inversión pública y transparencia. Así como se está revisando la deuda del país, también urge revisar la deuda urbana que se ha acumulado en el subsuelo. Porque cada socavón no atendido es una tragedia anunciada.
La Cuarta Transformación tiene la obligación de investigar, de exhibir y de corregir. Y eso incluye tanto los desfalcos millonarios del pasado como los agujeros del presente. Porque justicia también es eso: cerrar los hoyos, en las finanzas y en las calles, que nos dejó el viejo régimen.