La mafia de las factureras y la traición de la Corte
Durante los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, México fue testigo del florecimiento impune de uno de los mecanismos más dañinos para las finanzas públicas: las empresas factureras. Esas organizaciones criminales, disfrazadas de contribuyentes formales, emitieron millones de comprobantes fiscales por operaciones inexistentes, con la única finalidad de simular gastos y permitir la evasión de impuestos a gran escala. Lejos de ser perseguidas, esas redes crecieron cobijadas por el influyentismo y la corrupción que caracterizaron al neoliberalismo, ese sistema que antepuso el lucro de unos pocos al bienestar de la mayoría.

El expresidente Andrés Manuel López Obrador, con la claridad política que lo distingue, no dudó en calificar a las factureras como uno de los “frutos prohibidos del neoliberalismo”. Y tenía razón. Estas mafias no solo drenaron recursos del erario que debieron destinarse a escuelas, hospitales o programas sociales, sino que además operaron con la complacencia —y en muchos casos con la complicidad— de autoridades hacendarias y fiscales de alto nivel.
Fue bajo los gobiernos del PAN y el PRI cuando este esquema de fraude fiscal alcanzó proporciones escandalosas. El SAT de esos años, más que una institución para recaudar con justicia, se convirtió en tapadera y simulador. El daño era tan grave que, según los propios cálculos del gobierno de la Cuarta Transformación, México dejó de percibir al menos 350 mil millones de pesos por año solo por esta práctica. Es decir, más de 1 billón de pesos cada tres años, cifra que representa más de una tercera parte del presupuesto anual en salud pública.
La llegada de la Cuarta Transformación en 2018 significó un golpe frontal a estas estructuras de corrupción. Con Raquel Buenrostro al frente del Servicio de Administración Tributaria, el gobierno federal inició un ambicioso y riguroso programa para detectar, exhibir y castigar a las empresas factureras y a sus cómplices. En menos de tres años se destapó la magnitud del problema: más de 10 mil 932 contribuyentes simulaban operaciones, con redes que involucraban a 8 mil 202 personas físicas y morales, a través de 43 factureras conectadas entre sí y más de 22 millones de facturas falsas analizadas.
El fraude fiscal detectado solamente en el ejercicio de 2017 ascendió a 93 mil millones de pesos, lo cual hubiese representado un ingreso potencial de 55 mil 125 millones de pesos si los evasores hubieran pagado IVA e ISR. Es decir, dinero suficiente para construir cientos de hospitales, miles de escuelas o garantizar pensiones a millones de adultos mayores durante varios años.
El combate fue eficaz. En junio de 2019 se acreditó la existencia de 8 mil 204 factureras activas; apenas dos años después, esa cifra se había reducido en un 34 por ciento. Sin embargo, cuando el Estado mexicano, encabezado por un gobierno honesto y decidido, comenzaba a desmontar esta maquinaria corrupta, apareció el verdadero obstáculo: el Poder Judicial, en manos de intereses conservadores y comprometidos con la protección del viejo régimen.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación, con Norma Piña a la cabeza, dio un golpe brutal al combate contra la evasión fiscal: detuvo el programa gubernamental para localizar y sancionar a las factureras y vetó la prisión preventiva para los grandes defraudadores del erario. Con una pluma, tiraron por la borda años de trabajo, investigaciones y pruebas reunidas por el SAT y la Procuraduría Fiscal de la Federación. Una vez más, la Corte actuó como escudo de la élite corrupta.
¿Qué intereses protege la Corte al frenar la acción del Estado contra las factureras? ¿Por qué tanto esfuerzo para evitar que los delincuentes de cuello blanco enfrenten consecuencias reales? La respuesta está en la propia estructura del viejo sistema: muchos de los evasores fiscales resultaron ser gobiernos estatales, partidos políticos, periodistas, funcionarios públicos y empresarios, es decir, los mismos que históricamente han financiado campañas, manipulado medios y comprado favores judiciales. La red es profunda y peligrosa, y por eso le temen a la justicia.
El propio SAT, bajo la dirección de Buenrostro, denunció a casi una décima parte de su plantilla ante la Fiscalía General de la República por presunta corrupción. Esa limpieza interna es una muestra clara de la voluntad de transformación del gobierno federal. Como bien lo expresó el Procurador Fiscal: “en gobiernos anteriores el SAT era un simulador y distractor de la lucha contra la evasión fiscal vía la emisión de facturas falsas”. Esta afirmación resume la complicidad sistémica que imperó por décadas y que solo la 4T ha tenido el valor de enfrentar.
Pero el problema no termina ahí. Recientemente, en un foro sobre evasión fiscal en la Cámara de Diputados, se reveló la dimensión del daño: las factureras podrían haber causado pérdidas al país de entre 3 y 4 billones de pesos. Sí, billones, con “b” de barbarie neoliberal. Estamos hablando de montos que representan más del doble del presupuesto total del Gobierno Federal en un año, un escándalo de proporciones históricas.
Estos datos no son menores. Son una prueba irrefutable de que las factureras no son “excesos aislados”, como la oposición pretende hacer creer. Son el resultado de una política de Estado impuesta por el neoliberalismo, que legalizó la trampa, normalizó el saqueo y convirtió la evasión fiscal en estrategia empresarial. Es un modelo diseñado para beneficiar a unos pocos a costa del pueblo, que hoy, gracias a la Cuarta Transformación, comienza a derrumbarse.
Por eso, es urgente que el Congreso de la Unión, dominado por Morena y sus aliados, apruebe sin titubeos la serie de iniciativas que el Ejecutivo Federal enviará para actualizar el Código Fiscal de la Federación y combatir la facturación falsa con toda la fuerza del Estado. No se trata solo de una cuestión técnica o legal. Se trata de justicia fiscal, de que los grandes contribuyentes paguen lo que les corresponde, de que los recursos lleguen a quien más los necesita y de que se castigue a los delincuentes, sean empresarios, políticos o magistrados.
Hoy más que nunca, queda claro que las factureras representan una amenaza para la economía nacional, pero también para la democracia. Son una expresión más del viejo régimen que se niega a morir, protegido por los resquicios de un Poder Judicial capturado por intereses inconfesables. La lucha contra la evasión fiscal no puede frenarse por capricho de una ministra ni por las argucias legales de quienes quieren seguir saqueando a México.
La 4T ha demostrado que sí es posible gobernar sin corrupción, que sí es posible enfrentar a los poderes fácticos y que sí se puede reconstruir un sistema fiscal justo, eficiente y orientado al bien común. Pero para lograrlo, necesitamos cerrar filas, respaldar al Ejecutivo y a nuestros legisladores, y denunciar a quienes —desde la toga o la pluma— insisten en proteger a los criminales de cuello blanco.
Porque combatir a las factureras no es solo una cuestión de recaudación. Es una batalla por el alma de México, por su dignidad y su soberanía. Y en esa lucha, no hay espacio para la tibieza ni la simulación. O se está con el pueblo o se está con los corruptos.