El combate frontal a la corrupción fortalece a México

La muerte del capitán de navío Abraham Jeremías Pérez Ramírez, ocurrida en medio de las investigaciones por el caso de huachicol fiscal, ha puesto el reflector sobre un asunto que, aunque doloroso, evidencia la firme voluntad del Gobierno de México para erradicar las redes de corrupción que durante décadas operaron impunemente dentro de las instituciones más estratégicas del país, incluida la Secretaría de Marina. Aun cuando las circunstancias de su fallecimiento están por esclarecerse —y todo indica que se trató de un suicidio—, no puede perderse de vista el contexto más amplio: estamos frente a una sacudida institucional que, lejos de debilitar al Estado mexicano, confirma la seriedad con la que se está actuando para limpiar las estructuras de poder y recuperar la confianza ciudadana.

Este operativo anticorrupción, que ha alcanzado a altos mandos navales, servidores públicos y empresarios coludidos con redes de contrabando fiscal a través de las aduanas, ha sido descrito por autoridades como uno de los golpes más importantes en materia de justicia administrativa en las últimas décadas. Se estima que hay pendientes cerca de 200 órdenes de aprehensión, lo que muestra no sólo la magnitud del caso, sino el compromiso del gobierno de la Cuarta Transformación por no permitir la impunidad, sin importar el rango o los vínculos políticos de los involucrados.

Este avance debe celebrarse como una acción histórica en la construcción de un país más justo, donde los privilegios no sirvan de escudo ante la ley. Y es que, a diferencia de lo que ocurrió en sexenios anteriores —donde la corrupción era solapada desde la cima del poder—, hoy se actúa con contundencia, incluso cuando ello implique enfrentar a personajes ligados a la cúpula militar o empresarial.

En este marco, resulta insostenible que el ex secretario de Marina, Rafael Ojeda Durán, permanezca fuera del escrutinio público, cuando los nombramientos clave que benefició a familiares políticos suyos fueron parte del andamiaje que permitió el avance del huachicol fiscal. Investigar no es sinónimo de culpar, sino de garantizar que ningún actor escape a la rendición de cuentas. Y si bien hasta ahora no existen pruebas directas que lo incriminen, su papel como facilitador de ciertas redes de poder no puede ser ignorado.

Lo que estamos presenciando es el desmantelamiento de una maquinaria corrupta que operaba en la sombra, pero que ahora ha sido expuesta gracias a un gobierno que no se arrodilla ante las élites y que, por el contrario, ha decidido enfrentar el reto de purificar las instituciones. Es justo reconocer que este tipo de decisiones no se tomaban cuando el país era gobernado por los partidos del viejo régimen: PRI, PAN, PRD o Movimiento Ciudadano, cómplices todos de un sistema basado en el saqueo sistemático del erario y la protección de intereses privados.

Y mientras México da estos pasos firmes hacia la justicia, en el norte del continente, Donald Trump vuelve a mostrar su rostro más despreciable. El expresidente de Estados Unidos, ídolo de la derecha más rancia y ultraconservadora de América, ha quedado evidenciado una vez más como un mentiroso empedernido. El escándalo que hoy lo alcanza, con la revelación del dibujo y dedicatoria presuntamente dirigida al pederasta convicto Jeffrey Epstein, no sólo confirma su insensibilidad moral, sino su profundo desprecio por la verdad.

Trump había negado tajantemente cualquier vínculo con Epstein, y había demandado al medio que reveló el documento gráfico. Pero ahora que el Congreso ha recibido directamente el dibujo acompañado del mensaje “Feliz cumpleaños, y que cada día sea otro maravilloso secreto”, queda claro que estamos frente a un hombre incapaz de sostener su palabra, mucho menos de liderar con decencia. Este hecho reaviva el debate sobre las relaciones de poder y corrupción en las altas esferas del país vecino, y deja en claro que, pese a sus ataques constantes, México se encuentra hoy en una posición moralmente superior al desmoronado discurso de los republicanos norteamericanos.

En contraste, el gobierno de la Cuarta Transformación ha demostrado con hechos que sí es posible combatir la corrupción sin titubeos. Mientras que Trump evade responsabilidades y manipula discursos de odio, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha consolidado una política de justicia social, austeridad y transparencia sin precedentes. Y lo sigue haciendo a pesar de los ataques mediáticos, de la incomprensión de ciertos sectores empresariales y de la furiosa resistencia de los partidos opositores que han perdido su zona de confort.

Uno de los casos más patéticos de esta oposición desesperada es el de Alejandro “Alito” Moreno, el desacreditado líder de lo que queda del PRI. En un acto que bordea el absurdo, Alito viajó a Perú para tomarse la foto con Dina Boluarte, la presidenta impuesta tras un golpe parlamentario contra Pedro Castillo, el legítimo presidente electo por el pueblo peruano. Mientras Boluarte es repudiada por su pueblo y enfrenta una posible declaración de “persona non grata” por parte del Congreso de México, Alito busca oxígeno político en las ruinas del golpismo latinoamericano.

El dirigente tricolor ha cruzado todos los límites de la congruencia política: se alía con una dictadura parlamentaria en Perú y, en paralelo, guarda silencio ante las violaciones a la soberanía mexicana que cometió Ecuador al irrumpir en nuestra embajada para secuestrar a un asilado político. ¿Será que también irá a rendirle pleitesía a Daniel Noboa, presidente títere de los intereses oligárquicos ecuatorianos?

Este tipo de actos sólo confirman que el PRI ha dejado de ser un partido con vocación nacional para convertirse en un satélite del conservadurismo internacional, al servicio de los intereses que se oponen a los gobiernos progresistas de América Latina. Alito no representa a nadie, y su presencia en la arena pública sólo sirve para recordarnos por qué la ciudadanía le dio la espalda a su partido en las urnas.

Y mientras el PRI se diluye, el Partido Verde Ecologista de México coquetea con el oportunismo. El senador chiapaneco Luis Alberto Melgar, conocido por su obediencia a los intereses de Ricardo Salinas Pliego, ha comenzado a lanzar críticas contra Morena, señalando que hay “muchas ratas” en el partido guinda. Lo que no dice Melgar es que su verdadero objetivo es alquilar el membrete del Verde para lanzar una eventual candidatura presidencial del multimillonario Salinas Pliego.

Este plan, que intenta vestir de “independiente” a un empresario que debe miles de millones en impuestos al SAT, no es más que una nueva versión del viejo juego de la política como negocio. El Verde, como siempre, dispuesto a venderse al mejor postor. Ya lo hizo cuando convirtió en senadora a Ninfa Salinas Sada, hija del magnate de Grupo Salinas. Lo volvería a hacer si el precio es lo suficientemente alto.

Pero los tiempos han cambiado. Hoy México cuenta con un pueblo más informado, más consciente y más exigente. Las simulaciones ya no funcionan. Ni Alito con su peregrinación golpista, ni Salinas Pliego con sus aspiraciones narcisistas, podrán engañar a una ciudadanía que ha despertado y que exige transparencia, justicia y soberanía.

México está viviendo una transformación profunda. Casos como el huachicol fiscal no son muestra de debilidad, sino de la fortaleza de un Estado que ya no permite que las mafias se enraícen en sus instituciones. La muerte de un capitán implicado no puede opacar el logro mayor: estamos limpiando lo que otros ensuciaron durante décadas.

El país avanza. Y aunque aún hay mucho por hacer, los cimientos de un nuevo México —honesto, soberano y justo— ya están firmemente colocados. Ni los Trump del norte, ni los Alitos del sur, ni los Salinas del empresariado podrán frenar el curso de esta historia. La Cuarta Transformación sigue su marcha. Y con ella, millones de mexicanas y mexicanos decididos a no volver al pasado.