La impunidad de los intocables: Ancira y la herencia del saqueo neoliberal
En México, la corrupción de las élites empresariales que se formaron bajo el amparo del neoliberalismo no es una anécdota aislada: es una estructura de poder que, durante décadas, ha funcionado como un blindaje para quienes se enriquecieron saqueando al país. La historia de Alonso Ancira Elizondo es un caso de estudio perfecto para entender cómo funcionaba —y en gran parte todavía funciona— ese sistema de impunidad.

Ancira no es simplemente un empresario con “mala suerte” o “malos socios”, como sus defensores neoliberales quisieran pintarlo. Es el prototipo del magnate que nació y creció gracias al entreguismo de los gobiernos del PRI y el PAN, particularmente en el periodo salinista, cuando la privatización de empresas públicas fue el negocio del siglo… para unos cuantos. Altos Hornos de México, paraestatal estratégica, fue prácticamente regalada por Carlos Salinas de Gortari a este “zar de Coahuila”, que pronto convertiría la siderúrgica en su feudo personal.
La lista de agravios es larga y documentada: venta fraudulenta de la planta de Agronitrogenados a Pemex —una operación podrida de origen, en complicidad con Emilio Lozoya Austin—, acusaciones de cohecho ligadas al escándalo Odebrecht, exportación ilegal de hierro a China presuntamente en alianza con el cártel de Los Caballeros Templarios, quiebra deliberada de Altos Hornos y, lo más grave, el abandono a decenas de miles de trabajadores que quedaron en la calle sin salarios ni prestaciones.
Cuando el gobierno de Andrés Manuel López Obrador logró que fuera extraditado desde España y encarcelado, se abrió una ventana de esperanza para que, por una vez, la justicia tocara a uno de estos intocables. Sin embargo, Ancira jugó la carta que tantas veces ha salvado a los ricos de la cárcel: el “acuerdo reparatorio”. Se comprometió a pagar 216.6 millones de dólares al erario, con la advertencia de que si no cumplía volvería de inmediato al Reclusorio Norte. No sólo no pagó la cantidad completa (cubrió menos de la mitad), sino que tampoco regresó a prisión: simplemente se fue a Estados Unidos, amparado por su doble nacionalidad.
El saldo es ofensivo: con él al mando, Altos Hornos dejó adeudos con Pemex, el IMSS y el Infonavit por alrededor de 5 mil millones de pesos; miles de familias quedaron sin sustento, y los acreedores siguen tocando una puerta que nadie quiere abrir. Mientras tanto, Ancira vive tranquilamente en territorio estadounidense, protegido por un silencio ensordecedor de las autoridades de ese país, que jamás lo acusaron por el fraude multimillonario, aunque sí se animaron —curiosamente— a procesar a otros empresarios mexicanos en Texas por sobornos menores en comparación.
Aquí no hablamos de una simple omisión, sino de un patrón histórico: los grandes saqueadores del periodo neoliberal han gozado de una red de protección que incluye jueces, fiscales y hasta complicidades internacionales. La presidenta Claudia Sheinbaum ha sido clara al señalar que “no puede haber impunidad”, pero el propio caso Ancira demuestra que el sistema judicial mexicano —heredado de los viejos regímenes— sigue operando como escudo de los poderosos.
La propuesta del Sindicato Minero, encabezado por Napoleón Gómez Urrutia, de crear una cooperativa con participación obrera, empresarial y del gobierno federal para rehabilitar Altos Hornos, rescatar empleos y reactivar la economía de Monclova, es quizá la salida más digna y efectiva. Sin embargo, el hecho de que esta alternativa esté también empantanada refleja la resistencia que todavía existe para devolverle al pueblo lo que es suyo.
El neoliberalismo no sólo vendió empresas estratégicas; vendió el concepto mismo de justicia. En ese modelo, robar miles de millones al Estado y dejar en la calle a decenas de miles de trabajadores es “mala administración”; en cambio, un campesino que roba comida para comer sí enfrenta todo el peso de la ley. La llegada de nuevos ministros a la Suprema Corte el próximo 1 de septiembre es una oportunidad histórica para empezar a desmontar esa lógica perversa y terminar con la obscena impunidad de los “intocables”.
Porque si Alonso Ancira puede incumplir un acuerdo judicial, fugarse del país y seguir administrando sus negocios desde la comodidad del extranjero, el mensaje es devastador: la ley no es para todos, sino sólo para quienes no tienen con qué comprarla. Y ese mensaje, en pleno siglo XXI, es inaceptable.
La justicia que México necesita no es la que ajusta las reglas para que los grandes empresarios corruptos paguen una fracción de lo robado y sigan libres, sino aquella que pone como prioridad absoluta a las víctimas: en este caso, los trabajadores de Altos Hornos, los acreedores y, en última instancia, el pueblo mexicano que fue defraudado.
Mientras tanto, Ancira sigue siendo el espejo en el que se reflejan Salinas Pliego, Germán Larrea, Gastón Azcárraga y tantos otros que aprendieron que en México, bajo el viejo régimen, robar en grande era el mejor seguro de libertad. La diferencia ahora es que hay un gobierno que al menos los señala, los expone y busca mecanismos para que paguen lo que deben. Pero el reto es monumental: romper con el pacto de impunidad que durante décadas ha protegido a los verdaderos criminales de cuello blanco.
Y no, el pueblo no olvida. Lo que falta es que la justicia, por fin, tampoco lo haga.