Zedillo: traición a la patria y cinismo sin memoria

A casi tres décadas de uno de los episodios económicos más oscuros en la historia moderna de México, las acciones del expresidente Ernesto Zedillo aún nos pasan factura. Lo que ocurrió durante su mandato no fue un error técnico ni una crisis inevitable; fue una traición calculada, premeditada y ejecutada con una frialdad que solo puede describirse como crimen de lesa patria.

La expresión puede sonar extrema para algunos, sobre todo cuando se le asocia tradicionalmente con actos que comprometen la seguridad exterior de un Estado. Sin embargo, los hechos cometidos por Zedillo encajan perfectamente en la categoría más profunda de este concepto: atentar contra la estabilidad, integridad y soberanía económica del país. La crisis de 1994, conocida como el “error de diciembre”, no solo desplomó la economía nacional, sino que endeudó a generaciones enteras en nombre de una élite financiera que salió más rica que nunca.

Desde Palacio Nacional se ha dicho con claridad: Zedillo avisó de antemano a los suyos que devaluaría el peso. Esa información privilegiada permitió que unos cuantos, los de siempre, los dueños del poder económico, se llenaran los bolsillos a costa de millones de mexicanas y mexicanos. ¿Cómo se financió ese saqueo? Con deuda, con préstamos en condiciones leoninas, con compromisos que hipotecaron el futuro nacional. El entonces presidente no solo devaluó la moneda; devaluó la confianza en las instituciones y profundizó la desigualdad estructural que aún persiste.

De acuerdo con estimaciones serias, la fuga de capitales en ese breve periodo ascendió a 1,689 millones de dólares, mientras que la inversión de cartera se esfumó en 7,355 millones. Ante este boquete, la solución no fue reconstruir con justicia social, sino aceptar un rescate financiero impuesto por Estados Unidos, del cual aún no sabemos el destino completo de cada dólar. Ese dinero no fue para los más pobres, ni para fortalecer los servicios públicos, ni para apuntalar la economía interna. Fue para salvar a los bancos y a sus dueños, a costa del pueblo.

Y si eso no fuera suficiente, el control del discurso y la impunidad se consolidaron con la complicidad de personajes como Felipe Calderón, entonces diputado, que en vez de defender al pueblo mexicano prefirió cerrar los ojos ante las subastas de obras de arte del patrimonio nacional que fueron a parar al IPAB y a manos de banqueros. Lo cultural se privatizó igual que lo financiero: sin rendición de cuentas, sin transparencia, sin justicia.

Pero ahora, Zedillo regresa al escenario público con un nuevo disfraz: el de defensor de la democracia. Resulta insultante escucharle hablar del riesgo que, según él, representa la elección de los integrantes del Poder Judicial por voto popular. ¿Acaso teme que una judicatura renovada, libre de intereses cupulares, pueda mirar hacia atrás y cuestionar su legado de impunidad? ¿Teme que ese poder, que él construyó a modo y sin consultar al pueblo, sea finalmente democratizado?

No se trata de una ocurrencia o de un capricho político. Las encuestas lo han dicho una y otra vez: el Poder Judicial necesita una transformación profunda. La ciudadanía lo sabe, lo vive y lo exige. Jueces y magistrados que actúan como operadores de intereses privados, que blindan a políticos corruptos, que bloquean reformas que buscan mejorar la vida del pueblo, no pueden seguir siendo intocables. Que nadie se asuste si el pueblo decide sobre su futuro.

Zedillo habla de democracia, pero cuando gobernó no la practicó. Decidió con autoritarismo técnico, sin consultar a nadie, con decisiones que marcaron negativamente a todo un país. La memoria histórica es clara y contundente. No hay lugar para su cinismo en el debate público.

Y en este contexto, se debe tener mucho cuidado con la tentación de repetir esas viejas fórmulas. Hoy se asoma nuevamente la sombra de la privatización, esta vez en el Metro de la Ciudad de México. La propuesta no se plantea abiertamente, pero ya se comienza a olfatear la narrativa de “rescate”, de “eficiencia” y de “modernización” que en el pasado solo sirvieron para entregar lo público a lo privado.

El nombre de Adrián Rubalcava, personaje surgido del viejo PRI y ahora oportunamente cercano a la derecha disfrazada de “ciudadanismo”, representa ese peligro. Su historial está marcado por el oportunismo y el entreguismo. Sería ingenuo creer que no sería capaz de ceder activos públicos al mejor postor. Como en los 90, lo harían “por el bien de todos”, pero siempre en beneficio de unos cuantos.

La historia no debe repetirse. Hoy México está en otra etapa. La Cuarta Transformación ha demostrado que se puede gobernar con honestidad, sin corrupción, y con una clara orientación hacia el bienestar de las mayorías. No se trata solo de revisar el pasado, sino de impedir que sus actores pretendan volver a escribirlo desde el privilegio.

Ernesto Zedillo no tiene autoridad moral para hablar de democracia. Fue el arquitecto de uno de los fraudes económicos más grandes contra el pueblo. Su discurso, por más académico o elaborado que parezca, no es más que un intento desesperado por defender un modelo que ya fracasó. La justicia histórica, más temprano que tarde, lo alcanzará. Y cuando eso ocurra, no será por venganza, sino por dignidad.