México no se arrodilla

En un contexto hemisférico marcado por la sumisión ideológica y el servilismo diplomático hacia los intereses de Washington, la presidenta Claudia Sheinbaum ha vuelto a dejar claro que México no se arrodilla. Su postura firme frente a la imposición del derechista Daniel Noboa en Ecuador es una muestra de coherencia, dignidad y defensa del derecho internacional, algo que ni siquiera algunos gobiernos que se dicen progresistas han tenido el valor de sostener.

La doble afrenta ecuatoriana no podía pasar sin respuesta: primero, la brutal y violatoria irrupción en la embajada mexicana en Quito para secuestrar, por la fuerza, al exfuncionario correísta Jorge Glas, a quien México había otorgado protección diplomática. Un acto de barbarie diplomática sin precedentes en América Latina. Segundo, la clara instrumentalización del aparato estatal ecuatoriano para beneficiar la campaña del propio Noboa, quien, sin pudor, pidió licencia al cargo para contender en elecciones manipuladas, amparado en un estado de excepción que le permite utilizar al ejército como herramienta de presión política.

La respuesta de Sheinbaum, tajante y sin titubeos, marca un hito en la política exterior mexicana. Se distancia del juego de apariencias que, por años, practicaron gobiernos priistas, que vendían un izquierdismo cosmético al exterior mientras rendían tributo silencioso a los designios de la Casa Blanca. Es también una respuesta que marca distancia con gobiernos como el chileno, encabezado por Gabriel Boric, cuya tibieza frente a la represión y el autoritarismo neoliberal lo ha convertido más en un aliado de la comodidad que de la coherencia.

La presidenta Sheinbaum no necesita disfrazarse de revolucionaria para mantener una política exterior soberana. Lo hace con hechos. Su participación en la reunión de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), celebrada en Honduras, fue una reafirmación del compromiso de México con la integración regional y la autodeterminación de los pueblos. Un gesto de respeto y solidaridad con gobiernos como el de Xiomara Castro, que también enfrentan los embates del imperio.

Este perfil de autonomía internacional cobra especial relevancia en un momento de tensión con el flanco duro del gobierno estadounidense. Aparentemente, Donald Trump guarda elogios para Sheinbaum, pero no hay que dejarse engañar por la retórica superficial. Mientras la presidenta recibe palabras amables, los halcones trumpistas militarizan la frontera, colocan boyas flotantes en el Río Bravo y despliegan buques de guerra y aviones espía. Se trata de una ofensiva velada, disfrazada de cooperación en seguridad, pero profundamente orientada a la presión, el chantaje y la imposición.

Trump ha ido aún más lejos al promover la designación de los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas, una medida que abre la puerta a intervenciones armadas extraterritoriales bajo la justificación de la “seguridad nacional estadounidense”. No es casualidad. Es parte de una estrategia más amplia que busca redefinir la relación bilateral sobre bases de subordinación, y en la cual México debe ser el “buen vecino” que colabora sin preguntar y obedece sin cuestionar.

Frente a esto, la administración Sheinbaum ha adoptado una línea diplomática inteligente: firmeza sin provocación, diálogo sin sometimiento. Es una política que contrasta con la estrategia de evasión activa que practicó López Obrador, quien en sus últimos años llegó incluso a un tono beligerante ante la intromisión estadounidense. Ahora, con un enfoque más institucional pero igual de soberano, la mandataria mexicana busca fortalecer la unidad latinoamericana y al mismo tiempo contener las embestidas del norte sin romper los canales diplomáticos.

Esto no significa debilidad, sino todo lo contrario. Significa tener claridad estratégica. México no tiene por qué ceder soberanía a cambio de “cooperación”. Y mucho menos permitir que un gobierno extranjero determine cómo debe combatir el crimen, ordenar su frontera o definir su política interna. La narrativa estadounidense de “cooperación sin precedentes” con el México de Sheinbaum, difundida por el propio secretario de Estado, no debe confundirse con sumisión. México coopera, sí, pero con dignidad, con límites y con la prioridad clara de proteger a su pueblo y su territorio.

La inclusión de Omar García Harfuch en el radar del gobierno estadounidense es un intento más por incidir en la política interna mexicana, como si se tratara de una pieza negociable en el tablero de intereses transnacionales. Pero ni Harfuch, ni ningún funcionario mexicano, debe jugar a ser el “favorito” de Washington. La lealtad es con México y con la Cuarta Transformación, no con la Casa Blanca.

Hoy más que nunca, ante el embate del capital financiero, los gobiernos títeres como el de Ecuador, y las amenazas militares disfrazadas de cooperación, la postura de Sheinbaum es la correcta: defender la soberanía sin caer en el juego de la confrontación abierta, pero tampoco en la rendición encubierta. México no es patio trasero de nadie. Ni lo fue con López Obrador, ni lo será con Claudia Sheinbaum.

Y mientras en la esfera mediática se entretienen con el debate superficial sobre los narcocorridos, desviando la atención de los verdaderos temas de fondo, el gobierno avanza con pasos firmes. Porque si algo ha dejado claro la Cuarta Transformación es que no está dispuesta a retroceder ni a entregar el país en bandeja de plata. La dignidad nacional no se negocia.