La tierra lo recuerda todo: la milpa, la resistencia y el segundo piso de la transformación
Por siglos, México ha sido un país de memoria viva. Nuestra tierra, pródiga y generosa, no olvida. No olvida los pasos sabios de nuestros ancestros, que durante más de 8 mil años aprendieron a leer sus señales, a nutrirla con respeto, a dialogar con su clima, con sus lluvias y sus sequías, con los ciclos naturales que solo la paciencia y la observación podían descifrar. Este conocimiento no era fruto de la casualidad, sino de una inteligencia colectiva profundamente arraigada a la tierra: la milpa, con su maíz, su frijol, su calabaza, su chile, y un sinfín de yerbas comestibles y medicinales, no fue solo una técnica agrícola, fue un acto de comunión entre el ser humano y la naturaleza.

Sin embargo, esta sabiduría fue despreciada, destruida, criminalizada por una visión impuesta desde otro continente. La colonización no fue solo una invasión de cuerpos y territorios, fue también una colonización de la mente, del espíritu, de la autoestima de los pueblos originarios. El conocimiento milenario fue tachado de superstición, las prácticas agrícolas fueron sustituidas por modelos extractivistas diseñados para climas y geografías ajenas, y el mestizaje fue convertido en una estructura de culpa y desprecio hacia la parte morena, indígena, autóctona de nuestra identidad.
Las palabras “perdóneme, Su Señoría” o “perdóneme el Señor Dios” se convirtieron en el símbolo del sometimiento forzado, y con ellas, generaciones enteras fueron arrastradas hacia una inseguridad cultural que aún hoy nos lastra. La piel morena se convirtió en sinónimo de pecado, de atraso, de inferioridad. Así, los saberes indígenas fueron ocultados bajo capas de folclor vacío, y en lugar de rescatarlos y reivindicarlos, se sustituyeron por recetas importadas, incapaces de dialogar con las características específicas de nuestra tierra.
En este contexto, la Cuarta Transformación representa un momento crucial. Estamos en el segundo piso de un proyecto histórico que no solo busca justicia social y soberanía económica, sino también una profunda descolonización del pensamiento. No se trata únicamente de aumentar la producción o alcanzar la autosuficiencia alimentaria, sino de hacerlo desde nuestras raíces, desde nuestros saberes milenarios, desde la milpa y no desde el monocultivo. Desde la comunidad y no desde la imposición tecnocrática de modelos foráneos.
Porque el modelo del monocultivo, con su obsesión por el trigo, el arroz o la soya, fue creado por y para climas hostiles, en donde la supervivencia obligó a desarrollar estrategias de acumulación y control del entorno. Esa lógica, profundamente destructiva, es la que ha llevado al agotamiento de los suelos, al aumento del uso de químicos, al desplazamiento forzado de campesinos y al empobrecimiento progresivo de comunidades enteras. No es casualidad que las zonas más afectadas por el hambre y la pobreza en África, Asia y América coincidan con aquellas donde se impusieron estos modelos de agricultura industrial y no con aquellas que preservaron la agricultura de policultivo, cooperativa y sustentable.
La sabiduría de la milpa, por el contrario, se basa en la diversidad, en la reciprocidad, en la relación simbiótica entre plantas y suelos. Cada elemento tiene un papel, cada especie coopera con las demás para mantener la fertilidad del terreno, para evitar plagas de manera natural, para garantizar una dieta completa y equilibrada. Esta lógica del “conjunto” es diametralmente opuesta a la lógica individualista y fragmentaria de la modernidad occidental, y por eso fue sistemáticamente descalificada.
El neoliberalismo, abrazado fervorosamente por gobiernos del PRI y el PAN, institucionalizó esta descalificación. Se entregó el campo mexicano a las corporaciones transnacionales, se permitió la entrada de transgénicos, se criminalizó a los campesinos que protegían sus semillas, se endeudó al productor y se le obligó a abandonar su parcela. Todo en nombre de una “modernización” que solo trajo dependencia, deterioro ambiental y migración forzada.
Hoy, gracias al proyecto de Nación encabezado por el presidente Andrés Manuel López Obrador, tenemos la oportunidad histórica de revertir este proceso. La Cuarta Transformación no solo está devolviendo al Estado su papel rector en la economía, también está recuperando el valor de lo comunitario, de lo indígena, de lo verdaderamente mexicano. Programas como Sembrando Vida, que combinan apoyo económico con reforestación y producción alimentaria en manos de campesinos, no son solo políticas asistencialistas como lo afirma la oposición: son un verdadero renacimiento del campo, una declaración política de que es posible otra forma de producir y vivir.
Pero esta tarea no estará completa si no descolonizamos también la academia, la educación, el discurso público. ¿Por qué seguimos formando ingenieros agrícolas que creen que todo empieza con un tractor y un fertilizante químico? ¿Por qué se sigue enseñando la agricultura como una técnica y no como un arte, como un diálogo con la naturaleza? ¿Por qué seguimos considerando “folclore” al conocimiento indígena, y ciencia solo a lo que se publica en inglés y se valida en universidades extranjeras?
No es menor que los organismos internacionales, como la FAO o el FMI, insistan en imponer sus recetas. No es menor que figuras como Xóchitl Gálvez, que se autoproclama indígena solo cuando le conviene electoralmente, repita sin cesar el discurso tecnocrático de que solo con inversión privada y asociaciones público-privadas saldremos adelante. Nada más alejado de la verdad. La historia demuestra que los pueblos que sobrevivieron fueron aquellos que entendieron su entorno y supieron adaptarse sin destruirlo. Esa fue la sabiduría mesoamericana. Esa es la herencia que la Cuarta Transformación reivindica.
El segundo piso de la transformación no puede construirse sobre suelos erosionados por el olvido. Requiere una base firme, nutrida por siglos de experiencia, por semillas criollas, por calendarios agrícolas basados en las estrellas y no en los mercados bursátiles. Requiere volver a pensar la historia, no para idealizar el pasado, sino para planificar el presente y el futuro con raíces profundas y firmes.
No podemos seguir siendo renegados de nuestro propio pasado. No podemos seguir permitiendo que el conocimiento que permitió a nuestros pueblos florecer durante milenios sea reemplazado por un modelo que ha demostrado ser insostenible. Es hora de escuchar a la tierra. Porque la tierra lo recuerda todo. Porque la tierra no olvida. Porque en ella está la clave del futuro que merecemos como nación libre, justa y soberana.
Y es ahí donde está la verdadera revolución: en sembrar con orgullo, en cosechar con dignidad, y en recordar que nuestras manos, nuestras semillas y nuestros saberes son, y siempre han sido, suficientes para alimentar a nuestro pueblo. Eso es lo que nos enseña la milpa. Eso es lo que nos exige la Cuarta Transformación.